viernes, 21 de agosto de 2015

Quedan cabezas sensatas en la Iglesia: Athanasius Schneider

     El obispo auxiliar de Astana, Mons. Athanasius Schneider, cada vez que abre la boca, demuestra que en la Iglesia todavía quedan personas con la cabeza en su sitio, que tienen fe, la fe católica de todos los siglos, y la tienen por criterio para juzgar los signos de los tiempos; otros hay que al abrir la boca nos despejan las dudas que nos quedaban, más por caridad que por otra cosa, sobre su heterodoxia, debilidad frente al mundo o desconexión con la realidad. Este hombre recibió en el bautismo el nombre de Anton, pero al unirse a los Canónigos Regulares de la Santa Cruz de Coimbra adoptó el nombre de Athanasius, quizás premonitorio del papel que ahora desempeña frente a tanto error y errado como hay en la Santa Iglesia; Santa porque así la hizo el Señor, que si por nosotros fuera…
     La web Adelante la Fe ha publicado una entrevista con Mons. Schneider en http://www.adelantelafe.com/adelante-la-fe-entrevista-en-exclusiva-a-mons-schneider-vaticano-ii-comunion-en-la-mano-crisis-fsspx-english-version/ La entrevista original está en inglés, pero la misma web la ha traducido al español y Monseñor ha revisado y aprobado la traducción. Comento algunas respuestas sin intentar hacer honor a la calidad de entrevista y entrevistado, sino únicamente a lo que toca más a mi experiencia y percepciones de la realidad.
     «Cuando mi familia salió de la Unión Soviética en 1973 y nos despedimos del P. Janis Pawlowski, nos hizo esta advertencia: “Cuando lleguen a Alemania, por lo que más quieran, no vayan a iglesias donde se dé la Sagrada Comunión en la mano”. Estas palabras nos dejaron helados; no podíamos imaginar que el Divino y más Santo Sacramento se pudiera recibir de una forma tan frívola. Actualmente es innegable que una parte considerable de los que reciben la Sagrada Comunión habitualmente en la mano, sobre todo los más jóvenes, que no han conocido la recepción de la Eucaristía de rodillas y en la lengua, no tienen la plena fe católica en la Presencia Real, porque exteriormente tratan a la Hostia consagrada del mismo modo que la comida de todos los días. El gesto externo minimalista tiene relación de causa con el debilitar o incluso la pérdida de la fe en la Presencia Real.»
     Es difícil estar más acertado que Mons. Schneider en este párrafo y su antiguo párroco, el P. Janis Pawlowski, en su consejo. La trivialización y minimalismo en todo: en el momento de recibir la Hostia, en la catequesis de primera comunión, en todos los demás gestos y acciones realizados con el Santísimo y ante el Santísimo, no se corresponden en lo más mínimo con la noción de Presencia Real. «De lo que rebosa el corazón habla la boca» (Mt 12,34 y Lc 6,45) y cuando no salen al exterior muestras de lo que se cree veo muy probable que no exista creencia, o está en proceso de desaparición y, en todo caso, no se transmite.
     Sobre los males en la liturgia, en la celebración de la misa bajo la forma ordinaria del Rito Romano, que Mons. Schneider viene denunciando asiduamente, se despacha sin el menor asomo de timidez en esta entrevista: «Ninguna de esas heridas lítúrgicas puede encontrar apoyo, ni remotamente, en Sacrosanctum Concilium, la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Sagrada Liturgia. Se han introducido conforme a un plan concreto trazado por un reducido grupo de liturgistas que, fatalmente, ocupaban posiciones clave en la Curia romana durante el inmediato postconcilio. Con astucia y haciendo trampa, presentaron en algunos casos transformaciones radicales (excepto la práctica de comulgar en la mano) como si fueran la voluntad del Papa , y en otros como si fueran una decisión unánime de la Comisión de Reforma Litúrgica. Esas manipulaciones están documentadas, por ejemplo, en el libro del cardenal Fernando Antonelli The Development of the Liturgical Reform y en las memorias de Louis Bouyer. Ambos autores fueron miembros de la Comisión de Liturgia postconciliar, y son por tanto testigos de vista y de oídas de las mencionadas manipulaciones. Por alguna razón misteriosa, Dios ha permitido que las buenas intenciones de los padres del Concilio Vaticano II cayeran en manos de ideólogos litúrgicos impíos y revolucionarios. Pusieron la sagrada liturgia de la Santa Iglesia Romana en estado de cautiverio, en una especie de exilio de Aviñón.»
     Tiene toda la razón al decir que la Sacrosanctum Concilium no apoya, ni remotamente, lo que se hace ahora en gran parte de las celebraciones de la misa. De hecho, para tragarse acríticamente las celebraciones actuales, y hasta el mismo misal del Beato Pablo VI, la primera condición es no haber leído la Sacrosanctum Concilium, porque si la lees te das cuenta de que algo no encaja.
     Todos los papas cometen errores en la selección de sus colaboradores –pero hasta a Cristo le salió un traidor de entre doce– y los del Beato Pablo VI al depositar su confianza en la comisión reformadora de la liturgia son antológicos. Los calificativos que Mons. Schneider dedica a la facción dominante de esa comisión: «ideólogos litúrgicos impíos y revolucionarios», son los más duros que he visto aplicarles; hasta ahora yo me limitaba a pensar cosas como: protestantizantes cegados por el afán de novedades y la autosuficiencia de expertos.
     Creo que el primer error vino de una serie de prejuicios del estilo «hay que renovarse», «la Curia romana es un obstáculo a la renovación», «lo nuevo es mejor por ser nuevo», «se necesita sabia nueva» y tonterías similares de las que no se libran completamente ni personas de gran virtud y preparación intelectual. Estos prejuicios hizo que no se confiase en la experiencia y conocimiento del tema de la Sagrada Congregación encargada de la liturgia –como quiera que se llamase en aquella época– ni en el discernimiento doctrinal del que era capaz la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe –la Santa Misa es doctrina de principio a fin–. También este tipo de prejuicios hizo que el mismo Papa aceptase un misal totalmente nuevo, como quien dice inventado en un laboratorio, en vez de una revisión más o menos profunda del entonces vigente.
     En segundo lugar creo que Pablo VI se hallaba, al menos en los tramos finales de elaboración del nuevo misal, debilitado psicológicamente por las reacciones que provocó su encíclica Humanae Vitae –ese sí que es un monumento de su pontificado y no el misal–, la rebeldía de tantos presbíteros y obispos, más las defecciones masivas que se estaban produciendo. También le afectaría la anarquía litúrgica que había cundido en algunos países. Creo que de haber estado normal, cuando unos cardenales le presentaron las serias objeciones al engendro de la comisión para la revolución litúrgica, en especial a la definición claramente herética de misa contenida en el número 7 del proyecto de Ordenación General del Misal Romano que proponía esa comisión, habría fulminado a la comisión y su misal y ordenado que otros más ortodoxos se encargasen de aplicar la Sacrosanctum Concilium.
     La analogía que establece Mons. Schneider entre el estado actual de la liturgia y el destierro de Aviñón es inspiradora e inquietante, muy inquietante si pensamos que el tal destierro acabó en un cisma que se remedió dificultosamente. Si la analogía se materializase el cisma análogo sería bastante mayor que el lefebriano, este es demasiado pequeño.
     Sobre los tópicos relativos a lo mal que estaba la Iglesia antes del Concilio Vaticano II, Mons. Schneider rechaza semejantes tonterías con numerosas observaciones de las que cito solamente dos:
     «La época anterior al Concilio Vaticano II, en particular después del Concilio del Trento, se caracterizó por una actividad misionera asombrosamente viva y dinámica, que se podría comparar en cierta medida por sus efectos con la época posterior a Pentecostés.»
     «La verdadera relación de la Iglesia con el mundo real o la sociedad temporal siempre ha tenido lugar conforme al principio teológico gratia supponit naturam, es decir, la gracia (la Iglesia) presupone la naturaleza (el mundo), y lo purifica, eleva y perfecciona. Si la Iglesia deja de influir, o no lo hace en medida suficiente, en el mundo y sus realidades mediante los dones sobrenaturales (la gracia, la luz de la verdad divina) y por el contrario se ocupa principalmente de asuntos naturales y realidades temporales (v.g. justicia social, ecología), entonces se cierra en sí misma y priva al mundo de la dimensión eterna, del cielo. Que la actividad principal de buena parte de la estructura oficial de la Iglesia Católica (asociaciones, comisiones, etc.) se aísle de lo sobrenatural, del Cielo, para sumergirse en lo temporal y horizontal, es el problema central de la crisis de la Iglesia.»
     Sobre la actividad misionera, en la que tanta parte han tenido católicos españoles, añadiré el martirio, también de tantos españoles. Esta clase de tonterías sobre una iglesia aislada del mundo, atrasada, anquilosada, etc. se decían de la Iglesia que peregrina en España hace más de ochenta años; pero Dios debía ser de otra opinión cuando la vio preparada para producir miles de mártires. Entonces hubo muchos mártires y pocos apóstatas, tras el gloriosísimo superconcilio Vaticano II la proporción se ha invertido.
     Me interesa particularmente esa observación de Mons. Schneider sobre que poner el mayor énfasis en lo natural y temporal aísla a la Iglesia y priva al mundo de la dimensión eterna. También veo en la mención explícita de la ecología una crítica a la reciente encíclica del Papa Francisco; y no estoy lejos de pensar como Monseñor.
     En este sentido veo que la Iglesia está muy ocupada en sus obras sociales y culturales, gasta mucho tiempo y energías en ellas, sigue muy empeñada en funciones de suplencia educativas o sanitarias respecto a una sociedad que está sobrada de todo eso y no necesita que nadie le supla aspectos materiales. Nuestra sociedad española está muy necesitada de bienes espirituales, mientras el aparato eclesiástico se empeña en darle bienes temporales de los que puedo exponer tres ejemplos: patrimonio cultural, educación y sanidad.
     La Iglesia posee una parte considerable del patrimonio artístico e histórico que hay en España y consume muchas de sus energías en conservarlo, ponerlo a disposición del público, etc. Es evidente que un cura ocupado en obtener subvenciones de las autoridades estatales, en general enemigas de la fe católica, para restaurar algún bien patrimonial no está utilizando su tiempo en cuidar de los fieles y puede caer en ciertas servidumbres hacia esas mismas autoridades.
     La obsesión por la restauración y la disponibilidad del patrimonio –que lo puedan visitar los turistas– tiene efectos muy indeseables: la Iglesia aparece como una serie de pedigüeños que siempre están pidiendo dinero al Estado; la Iglesia aparece en los medios de comunicación como un propietario de enormes riquezas cuyos beneficios se magnifican aunque en la realidad ocasionan más gastos que ingresos; muchos organismos eclesiásticos singulares, caso de los cabildos catedralicios, suelen ser más noticia por pedir subvenciones o inaugurar restauraciones que por cualquier actividad propiamente religiosa; los católicos tenemos que estar en bastantes de nuestros templos, en misa u orando, como de prestado pues las visitas turísticas parecen la actividad preferente de esos lugares sagrados y los turistas no se recatan de molestar ni durante las celebraciones ni en los sitios de más íntima oración, como la capilla del Santísimo.
     El patrimonio histórico y artístico, la gran cantidad de templos monumentales que posee la Iglesia en España son un problema difícil. El actual número de fieles y sacerdotes, su limitado fervor religioso y la situación política e ideológica de nuestra sociedad hacen inútil religiosamente e insostenible económicamente mucho de este patrimonio. El problema es grave y de muy difícil solución, pues tampoco sería adecuado secularizar miles de edificios que han sido concebidos y evidencian en todos los detalles su carácter católico. Como quiera que sea la Iglesia debería dejar de dar a la conservación de su patrimonio un sentido temporal –ponerlo a disposición del público, del turismo de masas o de los pretendidamente selectos amantes del arte– y darle un sentido de culto, apostolado, propagación de la fe… Lo que no sirva para esto no sirve para nada.
     El Estado español tiene multitud de centros educativos y dinero de sobra para mantenerlos; de hecho el sistema educativo estatal es derrochador, con menos dinero se podría hacer lo mismo. Hace siglos, incluso hace cincuenta años, el Estado español tenía poco dinero para educación, muchos niños sin escolarizar; había mucho que suplir por parte de la Iglesia, muchas familias a las que ayudar gracias a la multitud de órdenes religiosas dedicadas a la educación.
     A la vez que gran parte de las órdenes religiosas católicas, al menos de las asentadas en España, perdían el rumbo –es una forma suave de decirlo–, el Estado dio con la fórmula de su domesticación definitiva: los conciertos educativos. La inmensa mayoría de las órdenes religiosas aceptaron la absoluta dependencia económica de sus centros educativos respecto al Estado, y con la dependencia económica y la pérdida de la fe por parte de buena parte de los religiosos hemos llegado a la situación actual. La financiación a cargo del Estado, mediante la fórmula jurídica de los conciertos educativos, queda muy bien desde el punto de vista pobrerista por eso de que así los colegios religiosos pueden atender a los pobres, no solamente a los ricos, pero ¿qué atención se ofrece? ¿vale la pena que la Iglesia ofrezca esa atención? En muchos casos, rotundamente no. Un índice de la degeneración de los colegios católicos es que hace algunas décadas eran semillero de vocaciones para sus respectivas órdenes religiosas, ahora no.
     Mejor sería cerrar muchos de los centros educativos (presuntamente) católicos (presuntamente) y dedicarse a los pocos o muchos que se puedan tener sin dependencias económicas e ideológicas del Estado. Hay algunos colegios en que los padres con cierta capacidad de pago pueden obtener educación católica para sus hijos y a todos nos gustaría proporcionar tan gran bien a todos, en particular a los pobres, pero ahora no es posible: ni los católicos españoles podemos proporcionar buena educación a grandes masas con las órdenes religiosas tan decadentes que padecemos ni tenemos dinero para mantener muchos centros educativos. Pero si no hay medios humanos ni económicos para dar educación católica es absurdo, escandaloso, dedicarnos a difundir los valores del mundo entre los escolares porque para eso sí nos da dinero el Estado.
     Hace siglos no había recursos sanitarios públicos ni privados. La Iglesia, en muchas ocasiones a través de cofradías de laicos, daba asistencia a pobres y enfermos en sus hospitales. La medicina que ofrecían era de risa, para los niveles actuales, la caridad era muy seria y real; hacían la obra de Dios con los medios humanos de la época.
     En la actualidad el Estado español, como algunos otros, proporciona cantidades poco menos que ilimitadas de atención médica, hospitalaria y farmacológica a los habitantes del país. La Iglesia no tiene nada que aportar en ese terreno ni falta que hace. Caridad es ayudar, en atención a Dios, al que necesita; empeñarnos en dar al que no necesita lo que no necesita, pues ya se lo dan otros, no es caridad, es hacer el tonto, perder el tiempo y secularizarnos inútilmente.
     Lo anterior no significa que, en el terreno de la vida y salud del cuerpo carezcamos de necesidades los españoles: necesitamos que no nos maten, ni nos provoquen abortos ni nos esterilicen. Al menos estas son las necesidades de algunas personas favorables a la vida, católicos que se creen su religión y otras personas a las que Dios da un poco de buen sentido.
     Es obvio que en España se acabará implantando la eutanasia con todo descaro legal, quizás no en los términos despendolados de Bélgica y Holanda, pero todo se andará. Ya hay casos de sedaciones terminales, normativas autonómicas sobre el “proceso de la muerte” y cosas por el estilo que o son eutanasia o se le va pareciendo mucho. Todavía falta una legislación estatal en favor de la eutanasia –supongo que se llamará algo así como “muerte digna”– que llegará, con bastante probabilidad, en una próxima legislatura dominada por fuerzas ultraizquierdistas, izquierdistas y separatistas.
     El aborto ya lleva establecido más de treinta años y desde casi otros tantos las presiones sobre las madres para que aborten, no solamente de padres que no quieren responsabilizarse de sus hijos, sino del personal sanitario y las instituciones estatales: en alguna comunidad autónoma los médicos de la sanidad estatalizada están obligados a ofrecer a toda embarazada el aborto como primera opción. La cantidad de malas caras y reproches que han de soportar las madres que se niegan a abortar no es pequeña; de abortos contra la voluntad de las madres no sé decir el número.
     Otra batalla está en la anticoncepción forzada. Las mujeres que no quieren ser esterilizadas mediante ligadura de trompas, con ocasión de una cesárea, por ejemplo, han de insistir e insistir y hasta hacerse acompañar durante la cesárea de alguna persona con ciertos conocimientos sanitarios para evitar la esterilización. ¿Cuántas esterilizaciones se han hecho en España contra la voluntad de la esterilizada o sin consultar su voluntad? Apostaría que más de una y de dos, pero no sabemos.
     ¿Y mientras tanto que hace la Iglesia? ¿qué hacen los hospitales de la Iglesia? En España, por mera inercia histórica pues en la actualidad nadie necesita la ayuda de la Iglesia para curar su cuerpo, hay cierto número de hospitales que son de la Iglesia –obispados, órdenes religiosas, fundaciones piadosas– o en los que la Iglesia tiene cierta parte de la propiedad o del control –es típico el caso de patronatos que controlan hospitales e incluyen entre sus miembros algunos nombrados por la Iglesia–.
     ¿Y que hace la Iglesia en esos hospitales? Seguidismo de la cultura de la muerte que impregna al Estado español y su sanidad; algo mucho peor que lo ya mencionado de los colegios religiosos pues en este caso se incluye el crimen. Gran parte de los hospitales de la Iglesia se han integrado en la red sanitaria estatal; dependen absolutamente de las instituciones estatales, generalmente autonómicas, en lo económico, en lo relativo a los “servicios” que han de prestar, su personal sanitario es absolutamente antivida, etc. En estos hospitales se practican abortos quirúrgicos, y el número de los que practican aparece publicado en estadísticas oficiales, abortos químicos mediante la dispensación de píldoras postcoitales, esterilizaciones, fecundaciones in vitro, tienen depósitos criogénicos llenos de embriones humanos congelados… De la eutanasia nada puedo asegurar, aunque el que traga con lo uno ¿porqué no va a tragar con lo otro? Tragaderas no faltan a los párrocos, obispos y órdenes religiosas que disimulan, miran para otro lado y, si se les apura mucho, emiten comunicados redactados para engañar.
     ¿Qué podría hacer la Iglesia que peregrina en España en el terreno de la vida y salud? Todos los españoles somos ricos en médicos, hospitales y medicamentos, pero dirigidos a la cultura de la muerte, y pobres en respeto a la vida. Necesitamos lo que no nos da la sanidad estatal: respeto en los finales de la vida, respeto en los inicios de la vida y respeto en la transmisión de la vida. La Iglesia debe, hoy como desde el siglo I, dar testimonio de Cristo ayudando a los pobres, a los pobres españoles que quieren respeto para su vida y la de los demás y no lo tienen, que no se pueden procurar por sí mismos ese bien –en eso consiste ser pobre, en necesitar algo y no poder obtenerlo–.
     Lo primero que debiera hacer la Iglesia en España es desligar inmediatamente sus centros de la sanidad estatal, cerrarlos si no hay posibilidad de mantenerlos en el respeto a la vida, abandonar sus órganos de gobierno y gestión si nada de lo anterior es posible; lo que sea menos seguir en la complicidad actual con la cultura de la muerte, con esta situación escandalosa y, lo verdaderamente grave, de pecado. Y después, con los medios que haya, sin depender de las autoridades de la muerte –las estatales– prestar atención a los que quieren morirse en paz sin que los maten, a las madres que quieran dar a luz sin que las esterilicen y a las que quieran recibir atención prenatal sin que las torturen para que acepten abortar.
     Para dar testimonio del Dios de la vida la Iglesia no se necesita mucho dinero, ni muchos edificios ni mucho de nada por dos motivos: La mayoría de los españoles están tan integrados en la cultura de la muerte que no solicitarían ayuda, incluso la despreciarían, criticarían y buscarían poner dificultades. La mayor parte de las cosas que hay que hacer son bastante baratas y sencillas: dejar que un enfermo terminal viva sus últimos días sin matarlo ni ensañamiento terapéutico no requiere medios espectaculares; un parto, incluso por cesárea, tampoco es el no va más de la medicina tecnologizada; y hacer un seguimiento del embarazo de una mujer que desea tener un hijo vivo tampoco suele requerir prodigios de medicina avanzada, solamente no darle la tabarra con que aborte.
     Pero seguimos con inercias de siglos pensando en las necesidades que podía haber en el siglo XVI o en los principios de XX, pensando que la Iglesia tiene que seguir ayudando a la gente en cosas que ya no necesita, efectuar cierta suplencia del Estado en una especie de prolongación de la alianza del altar y el trono; incluso desde instancias eclesiales se exhiben con orgullo cálculos sobre los miles de millones de euros anuales que la Iglesia ahorra al Estado con esas suplencias nefastas. Pero la realidad, la de verdad, no la imaginaria de la mayor parte de los montajes eclesiales, es que la Iglesia tiene que hacer todo lo contrario de lo que hace el Estado, contrarrestar, aunque sea testimonialmente, el mal que difunde el Estado, la mentira y la muerte.
     «Cuando oficio el Santo Sacrificio de la Misa en su Forma Extraordinaria o, para decirlo con más precisión, en la Forma Tradicional, tengo una conciencia saludable y beneficiosa de que no soy amo y señor de los sagrados ritos...»
     Esta es exactamente la sensación que tengo al asistir a una forma y otra de celebración. En la Forma Tradicional me resulta totalmente patente que el sacerdote no es ni se considera el protagonista, que tanto el celebrante como los fieles somos conscientes de estar ante Dios dándole un culto que nos supera y, además, los fieles no estamos sometidos en absoluto al sacerdote, lo estamos a Dios mediante el rito sagrado largamente madurado y regulado por la Iglesia. En la Forma Extraordinaria el sacerdote tiene demasiado protagonismo, es demasiado dueño de hacer lo que quiere y si a ello sumamos que muchos se toman las más variadas y descarriadas licencias, la sensación de que los fieles estamos sometidos al sacerdote supera a la de estar ante Dios dándole culto. Al sacerdote que quiera practicar humildad y desclericalizar el culto le recomiendo que celebre la Forma Extraordinaria y deje la Ordinaria para los que se sientan estrellas de un espectáculo.
     «Que yo sepa, no hay razones de peso para negar a los sacerdotes y fieles de la SSPX reconocimiento canónico oficial, sino que se los debe aceptar como son entretanto.»
     En el caso de la Fraternidad de San Pío X, vulgo lefebrianos, aparte de las razones de peso que da Mons. Schneider, la reciente validación de su carácter católico por parte del Arzobispo de Buenos Aires, sucesor en esa sede del actual Papa, hace poco comprensible cómo pueden ser católicos en un país sudamericano y cismáticos en Roma. O se les echa de la Iglesia en Argentina o se les admite en Roma.

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