martes, 27 de junio de 2017

De la creatividad litúrgica ¡líbranos Señor!

     Un sacerdote de Gijón declaró hace poco que se debería intentar una liturgia más creativa para atraer a los jóvenes. Traducido: dar espectáculo, hacer excentricidades, inventarse textos, guitarreo, muchos gestos simbólicos, que todo el mundo haga «algo», moniciones a diestro y siniestro, más guitarreo, apelaciones al buenismo, ocultación de las verdades de la fe que no encajan con lo que se lleva y apoteosis final con guitarra.
     Llevamos décadas de creatividad litúrgica, de arbitrariedad litúrgica, de sacerdotes que en misa se comportan más como animadores de hotel que como celebrantes de un sacrificio, de sustituir el Credo por afirmaciones arbitrarias y el Padrenuestro por un canto buenista, de hablar mucho –ríos de palabras-, de que todo el mundo suba al presbiterio a leer algo o llevar algo en vez de estar en su sitio siguiendo la misa devotamente, de adornar el altar con carteles cual puesto de venta en un mercadillo, y así hasta la nausea.
     Los progres ya no hablan de los signos de los tiempos tanto como en década pasadas, no sé si porque al hacerse viejos les ha entrado escepticismo por todo o si porque tales signos les son inequívocamente contrarios. Pues si ellos no hablan hablaré yo de los signos de este mismo año en que vivimos, no de los imaginarios signos que creyeron percibir en los años posteriores al Vaticano II y últimos del gobierno de Franco.
     Signo primero: Los templos católicos de España están poblados por las personas que aprendieron a celebrar la fe de formas poco divertidas, devotas o muy devotas pero de muy poca creatividad. Si atendemos a la edad de la mayoría de los asistentes, por encima de los sesenta años, resulta que de niños empezaron asistiendo al modo de celebración de la misa que ahora se denomina «forma extraordinaria», pero que era la única ordinaria entonces. Esta forma de celebración, anatema para los progres, parece haberles inducido una perseverancia que dura tras más de cincuenta años de descalabro litúrgico.
     Signo segundo: Los templos católicos de España están poblados por las personas que fueron instruidas en la fe mediante catecismos, de preguntas y respuestas, que daban certezas y una visión bastante completa de lo que necesita saber un seguidor de Cristo para agradar a Dios. De pedir opiniones a los catequizados, hacer dibujos presuntamente religiosos, Jesús-amigo y cosas así, poco. Sus sesiones de catequesis tampoco solían incluir cantos coreografiados ni, mucho menos, bailes. De sus misas de primera comunión ya ni hablemos.
     Signo tercero: En nuestra sociedad abunda la creatividad y sus manifestaciones, siendo niños y jóvenes los que más acceden a ellas. Cualquier anuncio de televisión tiene más creatividad que todo lo que puedan hacer los sacerdotes más progres con la liturgia y, sobre todo, cuenta con mucho más dinero para plasmarla. Con la creatividad de videojuegos, vídeos que se encuentran en internet, series de televisión y similares mejor ni intentamos comparar. Nuestros niños y jóvenes están saturados de cosas originales, sorprendentes, que mantienen un ritmo rápido, con músicas y efectos sonoros que añaden intensidad... y se pasan de moda rápidamente.
     De todo lo anterior concluyo que esas liturgias presuntamente creativas y ciertamente arbitrarias, infantilizantes e irreverentes son ridículas como competidoras de lo que el mundo ofrece a nuestros jóvenes y, de hecho, han producido resultados nefastos en las décadas que llevamos con ellas. Los niños sometidos en su infancia a estas liturgias extrañas a la Iglesia, cuya culminación suele darse en las extravagantes misas de primera y última comunión, han abandonado masivamente la religión católica. Lógico pues solamente ofrece buenismo de ONG y ceremonias patéticamente ridículas en sus pretensiones de espectáculo.
     Lo que la Iglesia debe dar en sus celebraciones es lo que tiene: Dios, adoración, contemplación del misterio, silencio que permite una participación más honda, Cristo en el centro de la celebración de su sacrificio –el antropocentrismo no salva-, buena doctrina, oraciones y prácticas piadosas que han hecho santos durante siglos... Quizás todo esto esté anticuado, pero a la vista de los signos de los tiempos funciona mejor que lo moderno. ¿No será que forma parte de lo perenne y no de lo viejo?
     Puedo terminar con un par de citas sobre lo malo que es el camino de la creatividad progre, lo equivocado que sería seguir por ese camino de desintegración de la liturgia que ya ha producido tanto daño a la Iglesia, y hasta con una impresión personal sobre lo inútil de «hacer algo».
     El cardenal Joseph Ratzinger ha repetido que la crisis que sacude a la Iglesia después del Vaticano II está vinculada a la crisis de la liturgia, a la falta de respeto, a la desacralización y la eliminación de los elementos esenciales del culto divino. En un libro de memoria llegó a escribir: «Estoy convencido que la crisis de la Iglesia que vivimos hoy en día está muy vinculada a la desintegración de la liturgia.»
     El cardenal Sarah, ahora al frente del dicasterio relativo al Culto Divino, no para de decir cosas como: «No podemos cerrar los ojos ante el desastre, la devastación y el cisma que los promotores modernos de una liturgia viva han provocado al remodelar la liturgia de la Iglesia según sus propias ideas. Se han olvidado que el acto litúrgico es no sólo una oración, sino también y sobre todo un misterio en el que se realiza, para nosotros, algo que nosotros no podemos comprender plenamente, pero que debemos aceptar y recibir con fe, amor, obediencia y un silencio adorante. Es éste el verdadero significado de la participación activa de los fieles. No se trata sólo de una actividad únicamente externa, de un repartir papeles o funciones dentro de la liturgia, sino más bien de una receptividad intensamente activa: la recepción es, en Cristo y con Cristo, la ofrenda humilde de sí mismo en la oración silenciosa y con una actitud plenamente contemplativa.»
     Mi particular experiencia sobre el «hacer algo» en misa viene de mi actividad como acólito, que refuerza mi visión negativa del que todos «hagan algo». Con frecuencia ayudo a misa por mi convicción de que es bueno que el sacerdote que ofrece el Sacrificio sea ayudado en las pequeñas tareas materiales de las que se ocupa un acólito, que así se contribuye a expresar la importancia de la celebración y del celebrante, que conviene mantener esta tradición de muchos siglos introducida, a buen seguro, por excelentes motivos; pero la realidad es que no percibo que por ayudar a misa mi participación sea realmente mayor, mejor o más devota que cuando no ayudo y asisto a ella desde los bancos junto a los demás fieles. Ayudando hice lo que tenía que hacer, pero tampoco nada extraordinario ni que deba ser ansiado por todos. Tranquilos, si no «hacéis algo» en misa tampoco os perdéis gran cosa.

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