domingo, 25 de octubre de 2015

La vida nos pone los problemas que quiere y no los que nos gustarían

     A todos nos gustaría que nuestros problemas se redujesen a elegir entre lo bueno y lo mejor, o a enseñar al que no sabe en vez tener que corregir al que yerra –enseñar cae más simpático que corregir–; pero las cosas no son así, la realidad no es tan fácil y nos pone frente al error contumaz, los planes pérfidos… nos pone frente al mal: nuestro y ajeno, el que nos ataca a cada uno de nosotros y a los demás, el que destaca a nuestros ojos y aquel al que, como si fuera parte del paisaje, estamos tan acostumbrados que ni nos llama la atención.
     Frente a la incómoda realidad del mal concreto podemos salirnos por la tangente proclamando verdades generales que no comprometen a nada ni molestan a nadie, ni a los más implicados en los males que habríamos de combatir, o podemos enfrentarnos, denunciar el mal, avisar a las personas de buena fe para que no caigan, invitar a los que han caído a levantarse y denunciar a los que propagan el mal. Lo primero es eso de decir «hay que ser buenos» ¿cómo? ¿en qué?; «Dios es misericordioso» ¿para mantenernos en el pecado o para que salgamos de él?; «hay que defender el espíritu y no la letra» ¿tan mal expresado está el espíritu ese en los mandamientos y otras formulaciones doctrinales? Más ingrato suele resultar el segundo camino; no te hace muy popular decir que hay que cumplir la Ley del Señor, que hay que salir de las situaciones de pecado y atenernos a la Revelación y no a invenciones heréticas.
     La Iglesia siempre se ha visto obligada a tratar los problemas y asuntos doctrinales que se han presentado, los que herejes y otros enemigos han puesto en el candelero; y no le ha ido tan mal. La Cristología no se desarrolló porque un papa lanzase un plan de desarrollo teológico, ni la doctrina sobre los sacramentos se refinó en el concilio de Trento porque los padres conciliares no tuviese otra cosa en que ocupar sus ocios; en ambos casos se hizo frente a herejías.
     Es ilustrativo lo ocurrido cuando Arrio comenzó a difundir sus errores. Su obispo, San Alejandro, respondió: «La Iglesia siempre adoró a Jesucristo.» La Iglesia ni se planteaba problemas ni los buscaba con el tema de la divinidad de Cristo, lo adoraba; pero los problemas llegaron y, a pesar de que San Alejandro actuó como correspondía a su ministerio de patriarca de Alejandría y de que se reunió un concilio, la Iglesia sufrió una crisis que tardó siglos en superar –aunque decir que el arrianismo ha desaparecido es muy optimista– y que se superpuso con otras varias que exigieron varios concilios más. Nada de esto fue buscado por la Iglesia pero obispos, papas y concilios tuvieron que responder a los problemas.
     Es posible que el papa Francisco, al plantear el Sínodo sobre la Familia, pensase en la belleza de la familia cristiana, la santidad de la vocación al matrimonio, los pájaros y las florecillas, pero la realidad ha sido la que ha sido. Lo que se ha suscitado alrededor del Sínodo y dentro del aula sinodal, incluso en sus documentos oficiales, han sido cosas como la comunión de los adúlteros tras un camino penitencial sin arrepentimiento ni propósito de enmienda, los valores positivos del concubinato y hasta de las uniones homosexuales, la actitud cismática de buena parte del episcopado alemán y cosas por el estilo. Y no vale de nada decir que la mayor parte de las intervenciones en el Sínodo y la mayor parte del espacio en los documentos se dedicaron a cosas santas y buenas, como no serviría de nada decir que las opiniones de Arrio coincidía con la fe católica en la mayoría de los puntos. Lo que produce efecto, lo que escandaliza, daña y destruye todo el bien que podría hacer el resto son esas pequeñas cosas erróneas. En Lógica matemática se estudia que la conjunción de verdadero y falso da falso como resultado; la mezcla, en un Sínodo, de muchas verdades con algunos errores resulta en desastre para la fe católica y la vida de los fieles.
     Creo que la actitud del papa Francisco en este Sínodo ha sido la de no hacer frente a los problemas que se presentaron; en aras de sus ilusiones sobre lo que debía ser ha ignorado lo que realmente fue, no ha reaccionado contra los errores, ha dejado que se difundiesen sin ponerles coto ni contrarrestarlos. A este respecto su discurso en la última reunión de los padres sinodales me causa un sensación de fuera de la realidad y escapismo, no trata ninguno de los problemas reales y se va por generalidades poco comprometidas. Basta ver puntos como los siguientes:
     - Habla de no caer en la fácil repetición de lo que es indiscutible y ya se ha dicho. Pero me pregunto ¿qué hacemos si los errores se repiten, si los enemigos del bien y la verdad insisten una y otra vez? En el Denzinger vemos que, en ciertos temas, la Iglesia tuvo que pronunciarse varias veces en siglos diferentes, pero siempre diciendo lo mismo.
     - Crítica el sentarse en la cátedra de Moisés a juzgar los casos difíciles y las familias heridas. Pero a mí me parece que Moisés fue enmendado por el Señor, en materia de matrimonio, así que nadie sensato se sentará en su cátedra para juzgar de estos temas. Ciertamente no podemos juzgar la relación de cada persona con Dios, pero de hechos y doctrinas sí tenemos que juzgar, y que todo lo que sea dar por bueno el adulterio es un disparate no me parece un juicio arriesgado.
     - Afirma que los mejores defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu, la idea sino el hombre, no la fórmula sino la gratuidad del amor de Dios; pero al parecer todo ello no disminuye la importancia de las fórmulas ni la importancia de los mandatos divinos. Con esto no me queda claro, y el que se aclare que me lo explique, si las fórmulas y mandatos valen o no valen, si se corresponden bien con el espíritu o no –y en caso negativo porqué no se cambian por otras más acordes–, ni qué tiene de malo atenerse a unas fórmulas y mandatos que parecen ser importantes y muchos de ellos más claros que las explicaciones del Papa. Tampoco veo que ayude respecto al propósito de los obispos alemanes de decidir por sí y ante sí dar la comunión a los divorciados vueltos a casar.
     - Que lo normal para un obispo de un continente puede ser casi un escándalo para el de otro continente; lo considerado violación de un derecho en una sociedad puede ser un precepto obvio en otra. Casi me parece una declaración de relativismo que no llego a ver muy claramente limitada en el resto del párrafo.
     Otros eclesiásticos, participasen o no en el Sínodo, han sido más claros que el Papa, han enfrentado los problemas reales como lo hizo San Alejandro y no se han dejado llevar por sus ensoñaciones sobre lo que debería ser, pero no fue. Citaré algunos de ellos, trigo que hay que guardar en el granero, pues otras muchas cosas del Sínodo y su entorno son paja digna de fuego inextinguible.
     El cardenal y arzobispo de Nueva York, Timothy Dolan, escribió una carta diciendo que la integración ha sido un tema novedoso y consistente en el Sínodo: la de los solteros, aquellos que sienten atracción por el mismo sexo, los divorciados, los viudos, los inmigrantes que acaban de llegar a un país nuevo, los discapacitados, las personas mayores, los confinados o las minorías raciales y étnicas. Se preguntaba el Cardenal: ¿Es posible sugerir que hay una nueva minoría en el mundo e incluso en la Iglesia? Y responde:
     Acuden a mi mente aquellos que, confiando en la gracia y misericordia de Dios, se esfuerzan por vivir en la virtud y la fidelidad: parejas que –dado el hecho de que, al menos en Norteamérica, solo la mitad de las parejas acceden al sacramento del matrimonio– se acercan a la Iglesia para el sacramento; parejas que, inspiradas por la enseñanza de la Iglesia que afirma que el matrimonio es para siempre, ha perseverado en duras pruebas; parejas que reciben el regalo divino de tener varios hijos; un hombre y una mujer jóvenes que han escogido no vivir juntos hasta el matrimonio; un gay o una lesbiana que quieren vivir en castidad; una pareja que ha decidido que la mujer va a sacrificar una prometedora carrera profesional por quedarse en casa y criar a sus hijos –esta maravillosa gente se sienten a menudo como una minoría en su entorno cultural, pero a veces, ¡incluso dentro de la Iglesia! Creo que hay muchas más personas así de las que creemos, pero, dada la gran presión de esta época, a menudo se sienten excluidos.
     ¿Dónde pueden recibir apoyo y aliento? ¿De la televisión? ¿De las revistas o los periódicos? ¿De las películas? ¿De Broadway? ¿De sus amigos? ¡No!
     Ellos buscan a la Iglesia, nos buscan para darles ánimo, apoyo, la calidez de sentirse parte de una comunidad. ¡No podemos fallarles!
     El cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en el mismo aula sinodal dijo:
     Lo digo francamente: en el Sínodo previo, en relación a varios asuntos experimenté la tentación de rendirme a la mentalidad del mundo secularizado y del occidente individualista. Reconocer las así llamadas «realidades de la vida» como un locus theologicus significa renunciar a la esperanza en poder transformador de la fe y del Evangelio. El Evangelio que alguna vez transformó culturas está ahora en peligro de ser transformado por ellas. Además, algunos de los procedimientos utilizados no se enfocaron a una discusión enriquecedora y a la comunión, en la medida en que promovieron un cierto estilo de los grupos de las Iglesias más ricas. Esto es contrario a una Iglesia pobre, de un gozoso, evangélico y profético signo de contradicción en el mundo secularizado. No se puede entender por qué algunas declaraciones que no fueron aceptadas por la mayoría cualificada del último Sínodo aparecieron en la Relatio y, posteriormente, por qué hubo quienes ejercieron presión en asuntos de gran actualidad (tales como la ideología de género), y que fueron en cambio ignorados tanto en los Lineamenta como en el Instrumentum laboris.
...
     «No estamos luchando contra creaturas de carne y sangre...» Necesitamos ser incluyentes y dar la bienvenida a todo lo que sea humano; pero lo que viene del Enemigo no puede y no debe ser asimilado», apuntó. «¡No puedes unirte a Cristo y a Belial (príncipe de la oscuridad! Lo que el nazismo fascista y el comunismo fueron en el siglo XX, lo son hoy en día las ideologías homosexual y abortista en occidente y el fanatismo islámico.
     El arzobispo de Astana (Kazajistán), Tomash Peta, cuyo obispo auxiliar no es menos rotundo en estos asuntos, habló en el Sínodo sin andarse por las ramas:
     El Beato Pablo VI dijo en 1972: «A través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios.»
     Estoy convencido de que estas palabras del Santo Padre, autor de la «Humanae Vitae» fueron proféticas. Durante el Sínodo del año pasado, «el humo de Satanás» estaba tratando de entrar en el aula Pablo VI.
     Concretamente en
     1. la propuesta de admitir a la Sagrada Comunión a los que están divorciados y viven en las nuevas uniones civiles;
     2. la afirmación de que la cohabitación es una unión que puede tener en sí misma algunos valores;
     3. la defensa de la homosexualidad como algo que es supuestamente normal.
     Algunos padres sinodales no han entendido bien la llamada de Francisco a una discusión abierta y han comenzado a presentar ideas que contradicen la tradición bimilenaria de la Iglesia, arraigada en la Palabra Eterna de Dios. Por desgracia, todavía se puede percibir el olor de este «humo infernal» en algunos puntos del «Instrumentum Laboris» y también en las intervenciones de algunos padres sinodales este año.
     El cardenal Jorge Urosa, arzobispo de Caracas, también habló en el Sínodo con claridad y de los problemas reales:
     Me refiero a los n. 121, 122 y 123 del Instrumentum Laboris en los que se considera la propuesta de la aceptación a la mesa de la Eucaristía –previas algunas condiciones, entre ellas un camino penitencial–, de los divorciados y vueltos a casar, pero manteniendo la convivencia conyugal.
     Todos estamos animados por el mejor deseo de encontrar una solución a esa dolorosa situación. Y debemos hacerlo con el espíritu del buen pastor y la verdad que nos libera. En espíritu de misericordia evangélica, pienso que el camino penitencial debe concluir en la conversión y el propósito de la enmienda y de vivir en continencia, como lo enseña con otras palabras San Juan Pablo II en la Familiaris Consortio 84.
     El cardenal Francis Arinze, en una entrevista, dijo cosas como:
     ¿Está convencido de que no es posible admitir a los católicos divorciados y vueltos a casar civilmente a la Comunión?
     Así es, en el sentido en el que Cristo ha dicho, «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre», y la Iglesia católica tradicionalmente ha interpretado esto con el significado de que un matrimonio consumado santificado por el sacramento no puede ser roto por ninguna autoridad.
     ¿Incluida la autoridad de la Iglesia?
     Sí, ni la autoridad de la Iglesia puede romperlo. Esto significa que, si un hombre deja a una mujer o le pide que se vaya, o si ella actúa de la misma manera, y ellos consiguen un nuevo compañero, no puede ser aprobado. Cristo tiene una palabra para la persona que hace eso: «Adúltero». No podemos mejorar lo que Cristo dijo. No podemos ser más sabios que él, o decir que «hay circunstancias que Él no tuvo en cuenta». No podemos ser más misericordiosos que Cristo.
     Hay que buscar una manera de ayudar a los divorciados vueltos a casar, que ahí están, pero no les ayudamos diciendo: «Ven y recibe la Santa Comunión».
     La Eucaristía no es algo que poseemos, y podemos dar a nuestros amigos y aquellos con los que simpatizamos... La idea del pecado no es algo nuevo, inventado por los conservadores modernos en la Iglesia. Es Cristo mismo quien lo calificó como un pecado, y él usó la palabra «adulterio». Él sabe lo que está hablando. Sin apartarse del Cristo, ¿cómo podemos cambiar esto?
     Recuerda, sólo Dios dirigirá el juicio final, no nosotros, ni siquiera media docena de cardenales del Vaticano. Dios juzgará las circunstancias de cada persona, pero objetivamente nosotros no lo podemos aprobar (divorciarse y volver a casarse).
     Ha habido conversaciones en el sínodo sobre encontrar un «nuevo lenguaje», especialmente sobre la homosexualidad, con la intención de hacerlo más inclusivo y acogedor. ¿Cómo se ve esto desde la perspectiva de África?
     Sospecharía, porque me preguntaría qué tipo de lenguaje quieres. ¿No deberíamos llamar a las cosas por sus nombres, llamando a lo bueno «bueno» y a lo malo «malo»? No condenamos a la persona, pero no aprobamos la acción.
     Uno de los deberes de los obispos es enseñar y es muy importante que el Evangelio no esté diluido, sin añadir sal o pimienta, pero sin quitar nada tampoco. El mensaje no es nuestro. El mensaje de Cristo debe resplandecer con claridad sobre lo que es el matrimonio. Si dos hombres se reúnen para fines comerciales, no estamos preocupados por eso. Pero si comienzan a llamarlo matrimonio, ¿no vemos que eso no es correcto?
     Algunos en el sínodo han hablado sobre permitir que las decisiones relativas a los divorciados vueltos a casar o a la homosexualidad sean descentralizadas, haciéndolo a nivel de conferencias episcopales regionales o nacionales o por obispos individuales. ¿Cómo se siente referente a esto?
     ¿Vas a decirme que podemos tener conferencias episcopales en un país que apruebe algo que, en otra conferencia, sería visto como un pecado? ¿Va el pecado a cambiar de acuerdo a las fronteras nacionales del país? Nos convertiríamos en iglesias nacionales. ¿No ha habido otras afiliaciones religiosas en el mundo que estuvieron peligrosamente cerca de eso?
     Las conferencias episcopales son importantes y deberían tener un rol claro, pero no creo que deba incluir estas áreas. Se ve peligrosamente como la nacionalización de lo que está bien y lo que está mal.
     El arzobispo de Denver, Samuel Joseph Aquila, escribió un artículo diciendo cosas como:
     La idea de que se debe permitir a los católicos casarse de nuevo y comulgar no comenzó con la carta firmada por el cardenal Kasper y los miembros del episcopado alemán en 1993. Fue de otro episcopado, el inglés –pionero en experimentar con la doctrina de la Iglesia hace ya casi 500 años–, cuando la pregunta no era si alguien católico puede casarse de nuevo, sino si el rey podía casarse otra vez, ya que su esposa, la reina, no le daba un varón.
     Igual que sucede hoy, que algunos abogan para que reciban la comunión aquellos divorciados que se han vinculado mediante una nueva unión civil, a los obispos ingleses les incomodó aceptar el divorcio y las nuevas uniones. En vez de ello, optaron por un arreglo especial dependiendo de la persona y sus circunstancias, y se le concedió al rey Enrique VIII la anulación de su matrimonio bajo una premisa fraudulenta y sin que Roma lo sancionara.
     Si el heroísmo «no es algo que debemos esperar del cristiano común y corriente» como lo ha expresado el cardenal Walter Kasper, ciertamente no era de esperarlo tampoco del rey de Inglaterra. En vez de ello, fueron argumentos relacionados con su función –y cuestiones de satisfacción personal y del bienestar de la nación– lo que consiguieron su divorcio… Al rey de Inglaterra no se le puede molestar con pequeñeces y pedirle que no comulgue porque vive un matrimonio irregular.
     El cardenal inglés Wolsey y los obispos del país –con excepción del obispo John Fisher de Rochester– apoyaron el intento del rey de anular su matrimonio legítimo. E igual que Fisher, Tomás Moro, el canciller del rey, que era laico, se negó a apoyarlo. Ambos murieron mártires y años más tarde fueron canonizados.
     «El matrimonio del rey y la reina que no lo separe ni Dios ni el hombre» dijo Fisher y manifestó públicamente su indisolubilidad, añadiendo que por este principio estaba dispuesto a dar su vida. Además afirmó que para San Juan Bautista fue una causa no menos gloriosa dar su vida por el matrimonio «a pesar que entonces el matrimonio no tenía la connotación que tiene ahora que Cristo ha derramado su sangre por la iglesia».
     Tomás Moro, San Juan Bautista y Fisher, fueron decapitados. Hoy los llamamos santos.
Durante el sínodo de la familia que se está llevando a cabo en Roma, algunos obispos alemanes y sus partidarios están presionando a la Iglesia para que permita a los divorciados y vueltos a casar comulgar y recibir el cuerpo de Cristo, mientras que otros obispos del mundo insisten en que la Iglesia no puede cambiar la enseñanza de Cristo. Ello nos hace pensar: ¿Creen los obispos alemanes que Santo Tomás Moro y San John Fisher sacrificaron sus vidas en vano?
...
     El plan B de los obispos alemanes de hacer las cosas a su manera en Alemania, aunque vaya en contra de la Iglesia misma, contiene los mismos fallos. Incluso como anglicano suena raro. Solo piensen en las palabras que dijo aquél que está a la cabeza de la conferencia episcopal alemana, el cardenal Marx, a quien la revista National Catholic Register cita diciendo que la iglesia de Alemania puede seguir en comunión con Roma en cuestión de doctrina pero que en términos del cuidado pastoral para casos individuales «el sínodo no puede determinar en detalle lo que debemos hacer en Alemania». Ciertamente Enrique VIII estaría muy de acuerdo con ellos.
     «No somos una sucursal de Roma» refuta el cardenal Marx. «Cada conferencia episcopal es responsable del cuidado pastoral de su propia cultura y debe proclamar el evangelio de manera propia y única. No podemos esperar que el sínodo dictamine algo, ya que debemos procurar el ministerio familiar y el matrimonio aquí y ahora».
     También los anglicanos exigieron esa autonomía, a pesar de tener como resultados la división y falta de miembros de sus comunidades.
     El arzobispo de Filadelfia, Charles Chaput, dijo a los padres sinodales cosas como:
     De igual modo que nuestros pensamientos dan forma al lenguaje que usamos, así también el lenguaje que usamos moldea nuestro pensamiento y el contenido de nuestros debates. El lenguaje impreciso conduce al pensamiento confuso, y eso a veces puede conducir a resultados infelices. Quiero compartir con ustedes dos ejemplos que deberían causarnos alguna preocupación, al menos en el mundo angloparlante.
     El primer ejemplo es la palabra inclusivo. Hemos oído muchas veces que la Iglesia debería ser inclusiva. Y si por «inclusiva» queremos decir una Iglesia que es paciente y humilde, misericordiosa y acogedora –entonces todos nosotros aquí estaremos de acuerdo. Pero es muy difícil incluir a aquellos que no desean ser incluidos, o insisten en serlo en sus propios términos. Por decirlo de otra forma: yo puedo invitar a alguien a mi casa, y puedo hacer mi hogar tan cálido y acogedor como sea posible. Pero la persona de fuera de mi casa debe aún elegir entrar. Si yo reconstruyo mi casa según el proyecto del visitante o extraño, mi familia tendrá que soportar el coste, y mi hogar no será más su hogar. La lección es simple. Necesitamos ser una Iglesia acogedora que ofrece refugio a cualquiera que busca honestamente a Dios. Pero necesitamos continuar siendo una Iglesia comprometida con la Palabra de Dios, fiel a la sabiduría de la Tradición cristiana, y que predica la verdad de Jesucristo.
     El segundo ejemplo es la expresión unidad en la diversidad. La Iglesia es católica o universal. Tenemos que respetar las muchas diferencias en personalidad y cultura que existen entre los fieles. Pero vivimos en un tiempo de intenso cambio global, confusión y agitación. Nuestra más urgente necesidad es la unidad, y nuestro peligro más grande es la fragmentación. Hermanos, tenemos que ser muy cautelosos en delegar importantes asuntos disciplinarios y doctrinales a las conferencias episcopales regionales y nacionales –especialmente cuando la presión en esa dirección está acompañada por un espíritu implícito de autoafirmación y resistencia.

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