miércoles, 10 de octubre de 2018

No hacer olas, confundirse con el paisaje

     Vivimos tiempos en que buena parte de los católicos, «heroicamente» dirigidos por nuestros sacerdotes y obispos, estamos más preocupados por no molestar al Mundo, no distinguirnos de los paganos que nos rodean, ocultar y aguar todo lo que haya que esconder y desvirtuar para que la prensa o las redes sociales no digan que somos anticuados, homófobos, machistas, extremistas, antidemócratas, inhumanos y ultra lo que sea.
     Se oye que para progresar en la carrera eclesiástica hay que no hacer olas, años atrás se recomendaba «no levantes polvareda». Para llegar a obispo, además de suerte y padrinos, necesitas poner de tu parte unos estudios sacerdotales seguidos de algún doctorado, por ejemplo en teología, junto con un gran cuidado en no predicar lo que aprendiste y, sobre todo, no denuncies pecado alguno que esté de moda. Puedes hablar mal de los explotadores en abstracto, que tampoco es cosa de concretar demasiado; pero de los mandamientos quinto y sexto mejor no decir nada, al menos nada verdaderamente católico. Si, por tu católico predicar, te lloviesen críticas de los enemigos de Dios quedarías inhabilitado para aspirar a mayores destinos eclesiales.
     Curiosamente esta conducta contagia a sacerdotes que no pueden aspirar a nada; predican con la mayor pusilanimidad aunque no tengan nada que ganar o perder en este mundo. Este 7 de octubre, domingo XXVII del tiempo ordinario, ciclo B, se leyó –decir que se proclamó sería excesivo dado el poco entusiasmo por la enseñanza que contiene- ese fragmento de San Marcos en que los discípulos piden aclaraciones al Señor y reciben una de las explicaciones más claras de todos los Santos Evangelios: «El que se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si una mujer se separa de su marido y se casa con otro, también comete adulterio.»
     Los sacerdotes a los que escuche este domingo ¿hablaron del divorcio y el adulterio? ¿del muy extendido pecado de adulterio? ¡No, por favor, no hablemos del pecado! Dijeron cosas piadosas y tangenciales:
     - Lo hábil que estuvo Jesucristo escapando de la trampa que le tendían los fariseos al preguntarle por el divorcio. ¡Bien por Nuestro Señor! Aunque yo ya sospechaba que el Verbo Eterno supera en sagacidad a las criaturas humanas.
     - Que, entre los católicos, la unión entre los esposos se expresa con la promesa de amar y respetar «todos los días de mi vida» y no como se dice en las películas «hasta que la muerte nos separe». Confieso mi incapacidad intelectual para apreciar la diferencia entre las dos maneras de decirlo, aunque tengo la suficiente para darme cuenta de que el sacerdote omitió la mención a la fidelidad que consta en la mayor parte de las fórmulas de prestación de consentimiento matrimonial.
     - Que en el diccionario adulterar se define como alterar fraudulentamente la composición de una sustancia. ¡Qué forma tan ingeniosa de no hablar de lo que habla Cristo! Ya lo saben los vinateros que echan agua al vino, ese fragmento evangélico iba por ellos.
     Así se invirtió el tiempo de las homilías, en cositas. Pero decir que en nuestra sociedad se promociona el adulterio, que el divorcio seguido de nuevo matrimonio no es más que formalización de adulterio con escándalo público, que el adulterio es pecado mortal u otros enunciados de doctrina católica elemental ¡ni por asomo! El Señor les pone, en el Evangelio, las cosas para que sólo tengan que rematar la jugada ¡pero ni así!
     No cabía en estas misas dominicales el pretexto de un público hostil o poco preparado para las verdades del Evangelio del día. En el declinar eclesial que padecemos, los asistentes eran mayoritariamente viejos que han sido católicos toda su vida y se casaron como Dios manda sin que nunca se les pasara por la cabeza hacerlo de otra manera. No habría habido problema alguno en decirles las cosas como son. Pero ni así.
     Un católico que cumpla el precepto dominical puede escuchar unas sesenta homilías al año. No es demasiado para contrarrestar los embates del ambiente, la televisión y las leyes, pero tampoco es nada desdeñable si se aprovechasen para decir cosas de peso y reafirmar lo que se debilita. Pero si el día que Cristo nos aclara estas cuestiones de divorcio y adulterio los sacerdotes se salen por la tangente ¿podemos extrañarnos de lo que pasa? No es difícil encontrarse católicos practicantes que se alegran de que un familiar «haya rehecho su vida», que te cuentan como lo más normal que su hija se ha ido de viaje con su novio –al menos en este caso no hay adulterio, es simple fornicación- o asisten festivos a bodas de divorciados en vez de quedarse en casa de luto.
     Ciertamente, en esta sociedad paganizada, y con muchos rasgos específicamente anticatólicos, la generalidad de los católicos no hacemos olas, nos confundimos perfectamente con el terreno. A lo sumo acudimos semanalmente a un edificio algo raro en el que se lleva a cabo una ceremonia breve y de poca sustancia. Y ya veremos lo que nos duran los edificios.

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