El pasado domingo se leyó en misa la muy célebre parábola del hijo pródigo. Alegrémonos del arrepentimiento del putero –démosle la denominación correcta-, pese a no ser perfecto, no por los motivos más elevados, pero dejémoslo para fijarnos en el otro hijo, el que cumple siempre los mandamientos pero considera excesivo el recibimiento dado a su hermano.
¿Qué dice el Padre al hijo mayor? ¿Acaso le dice: eres un rígido, autorreferencial, con cara de pepinillo en vinagre y, además, pelagiano –permítase esta licencia aunque para Pelagio faltaban siglos-? No, el Padre no reprocha a su hijo mayor el cumplir los mandamientos, ni el dar importancia a su cumplimiento; le reprocha, más bien se lamenta, de lo que le falta al hijo mayor: el valorar la gracia de estar siempre con Dios y el hacer suya la alegría de Dios por el arrepentimiento de los pecadores.
¿Qué enseñanzas pueden sacar los pastores de la Iglesia de esta parábola? Una de ellas puede ser: nada de insultos ni reproches a los fieles por su fidelidad, sino invitarlos a mejorar en lo que estén más flojos.
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